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A veces toma mucho tiempo descubrir la vocación; incluso en ocasiones uno se puede confundir. Yo estaba seguro de que cuando lancé Motor y Volante podría desbocar mi primordial interés que eran los coches. Sin embargo, hoy me doy cuenta de que mi verdadera vocación es DESCRIBIR los coches, contar lo que siento cuando los manejo; compartir lo que saben platicarnos. De hecho, cada vez que me pongo al volante de un auto, lo que más me empieza a trabajar es el cerebro: el cerebro, porque instantáneamente comienza a sacar cálculos acerca de qué tan bien están coordinándose la potencia y el par motor, qué tan buena respuesta está aprovechando la transmisión, cómo al llegar a una curva puedo darme cuenta si este coche es más o menos apto y, sobre todo, el PORQUÉ. Eso es lo más importante y lo más entretenido, por qué un auto es más o menos apto que el de ayer o el de mañana. Y bueno, pues precisamente eso es lo interesante de describir qué es lo que está sucediendo con el auto cuando lo manejas. Un coche es nuestro amigo y le gusta conversar. Yo tengo amigos muy manejadores (y muchos de ellos colaboran en esta revista) que lo que disfrutan realmente al manejar es llevar el coche hasta su límite. A mí eso me tiene un poquito sin cuidado, a mí lo que me interesa es iniciar una conversación con el coche, que el coche me cuente lo que viene sintiendo y yo le cuente cómo lo vengo gobernando. Me gusta interpretar, analizar, investigar esa conversación, para poder describirla, para poder contarles a ustedes, mis queridos lectores, lo que se siente al manejar cada auto. Y sobre todo, por qué se siente así. Siempre he tenido esa característica en cuanto a mi apreciación sobre los coches, que para algunos me sitúa en un escalón diferente, ni más arriba ni más abajo, nomás diferente al de los fanáticos de la velocidad, de las carreras, de la potencia bruta. A mí lo que me interesa es el funcionamiento de los coches, cómo pueden lograr algo mejor al menor costo posible, en las circunstancias menos agresivas posibles, contaminar menos, generar menos riesgos… siempre le daré una calificación más alta a un auto que con pocos elementos logra lo mismo que un auto que tiene 14,000 elementos complejos. Esto lo venía razonando precisamente esta mañana, manejando el simple y sencillo Mazda 3 de mi esposa (se llama Max) que es la versión más sencilla de esa gama. Al ser 2016, todavía tiene el motor 2 L, que es un motor que ya tiene sus años con una concepción bastante tradicional. Andábamos allá arriba en la montaña, Max y yo justo detrás de un béme muy nuevo, muy potente, muy rápido. Muy, muuuy complicado. Pero, a final de cuentas lo que estábamos haciendo durante nuestro manejo era exactamente lo mismo; en igualdad de circunstancias, el BMW tomaba las curvas con mucha gracia, pero el Mazda también.
El BMW mostraba potencia de sobra en las recuperaciones, pero al Mazda no le faltaba (ni le sobraba) un caballo para los mismos fines. El equilibrio entre potencia y torque estaba en su punto ideal; venía al mismo ritmo y al llegar al final de la recta, de hecho Max tenía que desacelerar metros más adelante (y claro, porque le costaba más trabajo ganarla de nuevo) y para mí ese equilibrio, ese “emparejador” es la mejor calificación que puede recibir un coche. Pero además, ya lo ven, describirlo me dio oportunidad de llenar estas páginas con lo que más me gusta.